sábado, 1 de septiembre de 2007

El teatro de la vida



Suspiro.
Suspiro y entro.
Suspiro y las voces hablan por mí.
Los focos cegadores, las luces de una escena cuidada, las sombras del patio de butacas
extendidas a un fin oscuro, penumbroso.
Los susurros, las miradas cruzadas, las manos de un marido tembloroso, una puerta que se
tambalea por el ímpetu del comienzo.
Una tos, un guiño furtivo, un apretón de manos bajo las faldas. La complicidad aparente, todos a
una de una vez por todas. Por todas y durante un fin de semana eterno, suspendido en
coordenadas invisibles, donde el tiempo pasa en cuentagotas. Tres días de certidumbre que
eclosiona tras tres meses de instantes de temor.
Cuando el público ríe, mi cuerpo suspira. Expulsa a bocanadas el aire constreñido en los
pulmones. Nadie lo nota, pero yo suspiro hasta deshincharme y desaparecer.
Después de tanto, de tan poco, la mente se hace pequeña, solo queda el disfrute personal de
colgar una sonrisa de tu cara. Satisfacción, sentimientos contrariantes y contrariados, risas,
lágrimas, temor, suficiencia, valentía, apoyo, moral y mucha mierda. Y rapidez, compenetración,
nerviosismo, acciones confundidas, palabras que parecen querer trabarse en la lengua, escaleras
que crujen y dan miedo, carreras en los vestuarios, cambios de peinado, apretones de manos,
abrazos, bien hecho amigo.
IMPROVISACIÓN, de la que saca de apuros, de la que se disfruta en el ultimo día, cuando tu eres
el que escribes tu papel, del final al principio.
Suena la música. Saltos, luces, apariciones estelares, regalos para el recuerdo.
A mí, solo me cabe suspirar.





Emitiendo desde Madrid, anhelo y memorias.
Y por fin, ¡tristrás!

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